En la calle Arenal donde yo nací, sólo había una casa
habitada en la acera izquierda, lo demás eran negocios, almacén de azulejos, de
abonos, unos talleres mecánicos, etc. La acera derecha, parte de los Arcos del
Mercado de Entradores donde se encontraban instaladas las oficinas del
Ayuntamiento y la Parada de los Autobuses que traían y llevaban a los viajeros
de los pueblos del Aljarafe.
Y en esa única
casa habitada era donde yo vivía. Constaba de dos pisos: el principal y el
segundo y en su fachada tres balcones a la calle cada uno.
Cada piso
constaba de siete viviendas, y en el principal, un patio cuadrado lleno de
macetas grandes de palmeras y arpidristas. Y en el segundo igual número de
viviendas con un gran barandal rodeando el patio precioso, de donde colgaban
maravillosas macetas que eran una delicia al llegar la primavera con flores de
todas clases, colores y olores. Y… la azotea… en la azotea había también una
vivienda (ahora la llamarían ático), donde habitaba un matrimonio “mu güena gente”.
Saliendo, nos encontrábamos a la derecha con un lavadero con cinco pilas, sus
grifos y un fogón de leña para calentar el agua cuando tocaba el día de lavado
en invierno.
La azotea era
grandiosa, por la derecha daba a la calle Pastor y Landero, por la izquierda
(como no había ningún edificio alto que estorbara la visión), se podía
contemplar todo el Paseo de Colón, el rio, la calle Betis, la torre de Santa
Ana y hasta el Monumento al Sagrado Corazón de Jesús en San Juan de
Aznalfarache. Al frente (como ya he dicho), con las monteras del Mercado de
Entradores y las terrazas de los pisos de los empleados del Ayuntamiento. Si te
dabas la vuelta, veías la lona rayada del tendido de sombra de la Plaza de los
Toros: “La Maestranza”, la Capilla de los Maestrantes y la Giralda… ¡que bonita
se veía la Giralda desde mi azotea y que cerquita.. parecía que se podía
abrazar¡
La azotea
también estaba llena de macetas de flores: jazmines, claveles reventones que
trasminaban con su olor a clavo, rosas, azucenas, pacíficos, hortensias,
gladiolos, nardos, geráneos, gitanillas y toda clase de plantas. ¡Que primor
esos días de Semana Santa y Feria¡. Se entremezclaban con su perfume el olor de
la miel de las típicas torrijas o pestiños. ¡Era el delirio¡.
Las artífices
de este pequeño jardín dentro de un centro urbano eran todas las vecinas, pero
la máxima responsable era una persona muy querida por todos nosotros. Se
llamaba Teresa, pero le decíamos Teresita; era no muy alta pero muy grande en
su forma de ser; ella era la que ponía orden en todo y en particular sobre los
niñ@s que nos juntábamos en la casa y a la única que hacíamos caso. ¡cualquiera
iba a la azotea solo¡, subía y nos bajaba dándonos un cate en semejante parte
del cuerpo, parece que la oigo decir: “Que no se sube a la azotea, que no es
para jugar ni correr, que después caen goteras cuando llueve”. Ninguno de
nosotros hemos tenido un trauma por el cate que nos daba Teresita.
Pues bien, un
día Teresita habló con los vecinos y dijo que el día 15 de Agosto se casaba con
Diego en la Parroquia de la Magdalena; ya había muerto su madre, que trabajó
como antes se trabajaba para sacar sus hijas adelante, vendiendo la prensa en
su kiosko del Paseo de Colón.
Mi familia
–como todos los vecinos-, se dispusieron a regalarle algo para su ajuar, cada
uno dentro de sus posibilidades, tampoco estaban los tiempos para muchos
gastos, aunque ella se lo merecía todo. Mi madre le compró un juego de cazos,
espumaderas y tijeras (un set de cocina sería ahora).
Mi tia Ana, hermana de mi madre, quiso hacerle un regalo ella
sola y como su prometido tenía tienda de cerámica en Triana, le trajo un botijo
(un búcaro como decimos nosotros), de los llamados de invierno, ejemplar único
trabajado para Teresita. Yo tan pequeña como era, me encantó desde el primer
momento que lo ví, era verde jaspeado (ya que era bética), con unas cenefas de
colores finamente talladas a mano. Con el asa, la boca y el pitorro de un color
entre rosa y grisáceo. ¡Una maravilla¡
Ya cuando fui
mayor seguía fiel a mi cariño hacía el búcaro. Ella lo mimaba y cuidaba con
esmero, porque mi tía cuando se casó, tuvo la desgracia de fallecer de un tercer
parto, y era como un vínculo entre las dos, ya que Teresita la había visto
nacer y la quería muchísimo.
Ha pasado el
tiempo, nosotros nos mudamos de la calle Arenal. Teresita siguió allí fiel
hasta el final cuidando sus queridas macetas y recibiendo las visitas de los
vecinos que ya no vivíamos en la casa, pero que semanalmente se le hacía. Y se
quedó sola, Diego se fue un día a ver la Cara de su Virgen Macarena y le decía
que era aún más bonita que la de aquí abajo.
Un día Teresita
se cayó y se dio un golpe en la cabeza, la encontraron muy mal y la ingresaron
en un hospital; tuve la suerte de que cuando fui a verla me reconociera; dos
días después también se fue a buscar a su compañero para ver su Macarena, como
aquellos Jueves Santos en los que vistiendo sus mejores galas e incluso de
mantilla, visitaban las Sagradas Imágenes. Ella era del Calvario. Y luego
volver ya de noche, después de haber pasado el día grande de Sevilla, paseando
por todos su recovecos. ¡Dios los tenga a su lado¡.
Días más tarde
de su óbito, su ahijado me llamó por teléfono, para decirme que fuera ya que
tenía una cosas para mí. Fui y me entregó fotografías, estampitas de comunión y
algún que otro documento de mi familia. Me regaló un Niño Jesús en su cuna
antiquísimo y… ¡el búcaro que un día mi tia Ana le había regalado. Lloré de
emoción cuando lo tomé en mis brazos, era como si Teresita se hubiese enterado
de que yo estaba “enamorada” de él, además por ser una prenda de mi querida tía
Ana.
Hoy ese búcaro
se encuentra en un lugar preferente de mi casa, encima de mi biblioteca, y cada
vez que miro un libro lo veo y me acuerdo de ¡tanta cosas que sólo los que
están arriba lo saben¡.
No te pude dar
las gracias, pero con estas humildes palabras te digo que nunca te olvidaré-
¡Gracias por ser como eras, con tus defectos pero también con tus virtudes¡.
¡Dios te bendiga, Teresita¡.
En Sevilla,
cualquier día en el Arenal.
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