Fué en una calurosa noche del mes de Julio, de esas que en
Sevilla padecemos y que no te dejan conciliar el sueño; por la ventana no
entraba ni un soplo de aire. Tuve que recurrir a las nuevas tecnologías: El
aire acondicionado. Ni aún así podía descansar, tenía que relajarme, lo
intentaba y todo era inútil, de pronto comencé a rememorar mi infancia en la
Calle Arenal –donde he nacido-, de mis juegos en los Arcos del Antiguo Mercado
de Entradores, en el Pópulo, con mis amig@s, escuchaba los toques de las campanas
de las Iglesias que nos rodeaban: La Magdalena, La O, Santa Ana (esta repicaba
de distinta manera), la Capillita del Carmen del Puente de Triana y el humilde
tintineo de la Capillita del Baratillo y sobre todas ellas las de La Giralda.
¡La Giralda, se podía abrazar desde la azotea de mi casa¡. Todo lo podía ver,
sentir, oler y tocar como entonces, y me vi de la mano de mi queridísima madre
camino de la Plaza de Abastos de Triana –ruta diaria-, entonces no teníamos
neveras-. Ella me iba contando hermosas historias del barrio de sus amores, de
sus vecinos, a los cuales conocía no sólo por la visita diaria, sino porque
toda la familia cuando dejaron el Arenal se fueron “pasando el puente”, incluso
a mí me baustismaron en la Iglesia de Nuestra Señora de La O, y así recuerdo
tras recuerdo me dormí… ya casi al alba.
A la mañana
siguiente aún tenía el hermoso regusto de mi ilusión nocturna. Se lo comenté a
mi hermana María José y me animó a que lo escribiera; de esa conversación han
salido estas modestas cuartillas, que –aunque no tengan valor literario- yo las
he escrito con todo mi corazón, el respeto y el gran amor que he heredado de
mis mayores por el Barrio de Triana y todo lo que con eso conlleva: Semana
Santa, Rocío, Corpus, la Velá de Señora Santa Ana, sus penas, sus alegrías y
sobre todo…. sus gentes.
Por eso escribo
mi sueño…
MI SUEÑO:
El
sol caía de plano sobre la arena seca de la calle –era verano hacía la hora
sexta-, el rio estaba en calma, de vez en cuando la brisa levantaba sus aguas
haciendo que sobre ellas aparecieran rizos de inmensos colorines: aquí uno
rojo, allí otro amarillo y algún que otro azul que se había escapado del brazo
de mar que llegaba desde Sanlúcar de Barrameda, dándole al verdor de sus aguas
un aspecto impresionante.
-Recalmón-,
como por aquí se dice; los ánsares y alguna que otra gaviota sobrevolaban el
Puerto Camaronero al aguardo de las barcas cargadas con el ansiado tesoro
sacado desde las profundidades del ancho rio –“El Rio Grande”-, con el fin de
rapiñar algo de las nansas que traían los preciados crustáceos, que se
combinaban con algunas anguilas, barbos, carpas, sábalos y, si había mucha
suerte, unos esturiones que serían celebrados, ya que este pescado se
encontraba entre los más deseados por la clase “aristocrática”, debido a la
excelencia de sus huevas con las cuales se confeccionaba desde tiempos de
César, el caviar más exquisito del mundo.
Los rederos,
aprovechando hasta el último rayo de luz, cosían las redes y remendaban la
urdimbre; los calafateros carenaban sus barquillas y los carpinteros de ribera
reparaban sus artes de pesca, bajo un sol de justicia.
Hacía calor,
mucho calor, pero los hombres se afanaban en descargar sus falúas o barcas para
volver cuanto antes a sus casas con el escaso jornal que ansiosas esperaban sus
familias para poder dar algún bocado a la numerosa prole.
Algunos vecinos
se dirigían hacía las aguas del rio y llenaban sus cántaros de barro para el
aseo personal y luego regar la ardiente arena de las puertas de sus casas,
donde más tarde –de noche con la fresquita-, comentarán lo acaecido durante la
jornada.
En la lejanía
se oye un pregón:
“jasmineeess,
jasmineeess”
El niño que
pregonaba, llevaba una especie de bandeja de hojalata sobre la cual se extendía
un paño mojado, inmaculadamente blanco, que le hacía sombra a las preciosas
moñas de jazmines que previamente habían hecho su abuela y su madre ensartando
las diminutas y olorosas florecillas en una horquilla de moño y que luego él se
encargaría de vender. Iba quemándose los pies, porque las alpargatas ya casi no
eran; se cubría la cabeza con una gorrilla gris; sus pantalones hasta media
pantorrilla estaban tan remendados que no se apreciaba el color original, pero
limpios, muy limpios. Se los sujetaba con una tira de tela de hombro a hombro
que abrazaba su desnuda espalda. De cuando en cuando se quitaba la gorrilla y
se abanaba la cara, tratando de enjugarse el rostro con el dorso de la mano:
“jasmineeess, jasmineeess”, vociferaba.
De pronto se
paró. Miró a la derecha y vio la impresionante figura de la Torre del Oro que
en ese momento era más de oro que nunca; ante sus escalerillas descansaban las
barcas que servían de puente a los sevillanos para desplazarse a Triana en
estas noches de verano, en las que iban a escuchar los cantes por “seguirillas”
de los gitanos de la Cava y las “soleares del Zurraque” en las tabernas del
viejo arrabal ¡verdaderos duelos de cante jondo¡.
El niño soñaba
con ser mayor, era su ilusión estudiar y entrar en la Escuela de Mareantes,
aprender, embarcar e irse a Indias y así poder escapar de la miseria. LA
ESCUELA ¡la tenía tan cerca y a la vez tan lejos¡. Porque era pobre, muy pobre.
Tan absorto
estaba en sus pensamientos, que no se dió cuenta de que alguien se le había
acercado, estaba a su lado y le hablaba.
-“Hijo, hijo”.
Volvió la
cabeza y la vió, era una mujer. El niño nunca había visto una mujer así: Alta,
hermosamente vestida, su cara un poco redondeada y –sin ser joven- tenía una
sonrisa angelical, sus ojos lo miraban con tal cariño, que creyó que estaba
soñando.
-“Hijo –dijo la
mujer- Dame una moña”.
El niño aún no
repuesto de su aturdimiento, le acercó la bandeja con su blanca mercancía,
dándole a escoger la que ella quisiera.
-“No, dámela
tú”.
Como no podía
articular palabra porque estaba todavía en su mundo de ensueño, cogió la más
grande, la más bonita, le dio un beso y la prendió en el pecho de la hermosa
mujer. De pronto salió de su aturdimiento y al ver su osadía por su detalle, se
avergonzó, bajó la cabeza y mirando tímidamente a la señora, le pidió perdón.
Ella, al ver su gesto lo atrajo hacía sí y lo abrazó poniendo en su cara el
beso más hermoso que jamás le habían dado. Esto le dio fuerzas para
preguntarle:
-“Señora. Tú no
eres de aquí ¿verdad?”.
-“No –respondió
la mujer-, soy de muy lejos, pero tengo familia aquí en Triana y he venido a
ver que tiene esta tierra para que no quieran volver a nuestras raíces. Y
¿sabes una cosa? Que ya lo he comprobado y que me quedo yo también”.
-“¿Dónde
vives?”. Preguntó el niño.
-“Aquí cerquita
tengo mi vivienda”.
-“Quienes son
tu familia?. Porque en el barrio nos conocemos todos y a lo mejor los conozco”.
-“!Claro que
los tendrás que conocer¡. Tengo una niña que vive en la calle Larga ¡es más
guapa¡ -no porque sea mi hija-, tiene los ojos más grandes y negros que jamás
se hayan visto. Se llama Esperanza”.
-“¿La Morena?”.
Preguntó el chiquillo un poco azorado por lo del apodo.
La señora le
sonrió y cogiéndole la cara entre las manos le dijo:
-“Si, la
Morena. Así le dicen”,
-“Y..¿tienes
más hijos?
-“No y Sí”
-“No y sí.
¿Cómo es eso?
-“Mira hijo,
los caprichitos de Dios y de esta bendita tierra: Una se llama Esperanza, otra
Maria de La O; otra Patrocinio, hermosa como una flor, Victoria que es un
primor. Y ¿mi Estrella? Y ¿mi Salud?; otra Auxiliadora de Amor, Rosario de mis
oraciones a la que le llaman Madre; Pastora del Corazón y Rocio de la mañana a
las que aman las gentes y a mi Carmen.. a esta hasta le han hecho una casita en
el Puente. ¡Estos trianeros…¡. Pero solo es una: MARIA”.
El niño cada
vez abría más los ojos y no podía articular palabra. Estaba prendado de la
señora y de la historia que le contaba.
“Por eso
–continuó la señora- me voy a quedar. En Triana está mi vida, con su olor a rio
y a mar, con su barro, con su arcilla he aprendido a modelar y hasta he hecho
una vajilla para cuando venga a verme cualquiera de mis chiquillas. También
huele a piel curtida, allá lejos, en el Zurraque, y su olor me trae recuerdos de
mis rebaños de antes. Y huele a hornos de pan y a jabón de las almonas y a
flores de los corrales. ¡Ay que olores y que recuerdos a mi me memoria me
traen”.
-“Señora.
¿vengo mañana a traerte una moñita?.
-¡Claro¡. Desde
ahora tu vendrás todas las tardes, y te esperaré sentada en la puerta de mi
calle”.
El niño se fue
contento ¡que contento iba madre¡. La señora le había prometido que le
compraría los jazmines todos los días.
Volvió al
siguiente día. Esperó. No llegó nadie. Y el niño se quedó triste. Ya no pensaba
en irse a las Indias, sólo en la señora; pero ¿ir a buscarla? ¿Dónde?. No sabía
dónde vivía. Ni siquiera como se llamaba. No volvería a verla nunca más. Y el
niño se quedó triste, muy triste…
EPILOGO
Han pasado los
años, el niño que vendía los jazmines se ha convertido en un hombre, pero no se
fue a las Indias, se quedó en Triana, esperando a la señora.
Un día de calor
grande, pasó por Vázquez de Leca y vió como en la puerta de una gran casona se
arremolinaba la gente, alguien tropezó con él y de un empujón lo metió hasta
dentro del patio. Cuando pudo reaccionar miró a la derecha –como aquella
tarde-, pero no vió la Torre del Oro, un alto muro no dejaba pasar la luz del
sol. Quiso seguir adelante para salir por la otra puerta, pero se lo impidió
una baranda. De pronto encontró un hueco y sin saber como, se vió caminando por
el centro del barandal. Miró al frente y… ¡Vive Dios¡.. ¡Allí estaba la
Señora¡. Sentada –como le dijo- entre su Nieto y su Hija. ¡Más hermosa que
nunca¡.
El hombre la
miró entre lágrimas mientras Ella sonreía.
-“Cuanto has
tardado¡ pero.. ¡por fin has venido¡. Le dijo la Señora”.
-“Sí –contestó
el con lágrimas de alegría- y te prometo Señora que de aquí no me iré ya,
estaré siempre a tu vera lo que me reste de vida, mirando tu hermoso rostro
¡Señora del alma mía¡. Siempre aquí, bajo tus plantas y de tu Bendita Hija.
Cuidaré tan bien de Ti, que tu Nieto, nunca, nunca, seguro me vá a reñir. Te lo
prometo Señora, de aquí no me voy jamás. Te lo prometo Señora, ¡aunque no te pueda
hablar¡”
El hombre lloraba y Santa Ana sonreía
y en sus manos sostenía UNA MOÑA DE JAZMINES.
¡Gracias Paco,
por quedarte¡
Esta historia
se la dedico a mi madre, a todos los trianeros, a los abuelos y a todas las
personas que por lo menos una vez acuden el día 26 de Julio a la Catedral de
Triana para ver a Señá Santana, la abuela de Dios.
A Paco “el mudo
de Triana”, que es el verdadero artífice de ella.
Y a María José
Alías que me dio la fuerza para contarles mi sueño de verano, porque de verdad
yo “ANOCHE SOÑÉ CON ELLA”.
En Sevilla para
Triana cualquier día de los "señalaitos" del mes de Julio de cualquier año.