jueves, 23 de julio de 2015

ANOCHE SOÑÉ CON ELLA






Fué en una calurosa noche del mes de Julio, de esas que en Sevilla padecemos y que no te dejan conciliar el sueño; por la ventana no entraba ni un soplo de aire. Tuve que recurrir a las nuevas tecnologías: El aire acondicionado. Ni aún así podía descansar, tenía que relajarme, lo intentaba y todo era inútil, de pronto comencé a rememorar mi infancia en la Calle Arenal –donde he nacido-, de mis juegos en los Arcos del Antiguo Mercado de Entradores, en el Pópulo, con mis amig@s, escuchaba los toques de las campanas de las Iglesias que nos rodeaban: La Magdalena, La O, Santa Ana (esta repicaba de distinta manera), la Capillita del Carmen del Puente de Triana y el humilde tintineo de la Capillita del Baratillo y sobre todas ellas las de La Giralda. ¡La Giralda, se podía abrazar desde la azotea de mi casa¡. Todo lo podía ver, sentir, oler y tocar como entonces, y me vi de la mano de mi queridísima madre camino de la Plaza de Abastos de Triana –ruta diaria-, entonces no teníamos neveras-. Ella me iba contando hermosas historias del barrio de sus amores, de sus vecinos, a los cuales conocía no sólo por la visita diaria, sino porque toda la familia cuando dejaron el Arenal se fueron “pasando el puente”, incluso a mí me baustismaron en la Iglesia de Nuestra Señora de La O, y así recuerdo tras recuerdo me dormí… ya casi al alba.
         A la mañana siguiente aún tenía el hermoso regusto de mi ilusión nocturna. Se lo comenté a mi hermana María José y me animó a que lo escribiera; de esa conversación han salido estas modestas cuartillas, que –aunque no tengan valor literario- yo las he escrito con todo mi corazón, el respeto y el gran amor que he heredado de mis mayores por el Barrio de Triana y todo lo que con eso conlleva: Semana Santa, Rocío, Corpus, la Velá de Señora Santa Ana, sus penas, sus alegrías y sobre todo…. sus gentes.
         Por eso escribo mi sueño…

MI SUEÑO:
       El sol caía de plano sobre la arena seca de la calle –era verano hacía la hora sexta-, el rio estaba en calma, de vez en cuando la brisa levantaba sus aguas haciendo que sobre ellas aparecieran rizos de inmensos colorines: aquí uno rojo, allí otro amarillo y algún que otro azul que se había escapado del brazo de mar que llegaba desde Sanlúcar de Barrameda, dándole al verdor de sus aguas un aspecto impresionante.
         -Recalmón-, como por aquí se dice; los ánsares y alguna que otra gaviota sobrevolaban el Puerto Camaronero al aguardo de las barcas cargadas con el ansiado tesoro sacado desde las profundidades del ancho rio –“El Rio Grande”-, con el fin de rapiñar algo de las nansas que traían los preciados crustáceos, que se combinaban con algunas anguilas, barbos, carpas, sábalos y, si había mucha suerte, unos esturiones que serían celebrados, ya que este pescado se encontraba entre los más deseados por la clase “aristocrática”, debido a la excelencia de sus huevas con las cuales se confeccionaba desde tiempos de César, el caviar más exquisito del mundo.
         


Los rederos, aprovechando hasta el último rayo de luz, cosían las redes y remendaban la urdimbre; los calafateros carenaban sus barquillas y los carpinteros de ribera reparaban sus artes de pesca, bajo un sol de justicia.
         Hacía calor, mucho calor, pero los hombres se afanaban en descargar sus falúas o barcas para volver cuanto antes a sus casas con el escaso jornal que ansiosas esperaban sus familias para poder dar algún bocado a la numerosa prole.
         Algunos vecinos se dirigían hacía las aguas del rio y llenaban sus cántaros de barro para el aseo personal y luego regar la ardiente arena de las puertas de sus casas, donde más tarde –de noche con la fresquita-, comentarán lo acaecido durante la jornada.
         En la lejanía se oye un pregón:
         “jasmineeess, jasmineeess”
         El niño que pregonaba, llevaba una especie de bandeja de hojalata sobre la cual se extendía un paño mojado, inmaculadamente blanco, que le hacía sombra a las preciosas moñas de jazmines que previamente habían hecho su abuela y su madre ensartando las diminutas y olorosas florecillas en una horquilla de moño y que luego él se encargaría de vender. Iba quemándose los pies, porque las alpargatas ya casi no eran; se cubría la cabeza con una gorrilla gris; sus pantalones hasta media pantorrilla estaban tan remendados que no se apreciaba el color original, pero limpios, muy limpios. Se los sujetaba con una tira de tela de hombro a hombro que abrazaba su desnuda espalda. De cuando en cuando se quitaba la gorrilla y se abanaba la cara, tratando de enjugarse el rostro con el dorso de la mano: “jasmineeess, jasmineeess”, vociferaba.
         De pronto se paró. Miró a la derecha y vio la impresionante figura de la Torre del Oro que en ese momento era más de oro que nunca; ante sus escalerillas descansaban las barcas que servían de puente a los sevillanos para desplazarse a Triana en estas noches de verano, en las que iban a escuchar los cantes por “seguirillas” de los gitanos de la Cava y las “soleares del Zurraque” en las tabernas del viejo arrabal ¡verdaderos duelos de cante jondo¡.

         El niño soñaba con ser mayor, era su ilusión estudiar y entrar en la Escuela de Mareantes, aprender, embarcar e irse a Indias y así poder escapar de la miseria. LA ESCUELA ¡la tenía tan cerca y a la vez tan lejos¡. Porque era pobre, muy pobre.
         Tan absorto estaba en sus pensamientos, que no se dió cuenta de que alguien se le había acercado, estaba a su lado y le hablaba.
         -“Hijo, hijo”.
         Volvió la cabeza y la vió, era una mujer. El niño nunca había visto una mujer así: Alta, hermosamente vestida, su cara un poco redondeada y –sin ser joven- tenía una sonrisa angelical, sus ojos lo miraban con tal cariño, que creyó que estaba soñando.
         -“Hijo –dijo la mujer- Dame una moña”.

         El niño aún no repuesto de su aturdimiento, le acercó la bandeja con su blanca mercancía, dándole a escoger la que ella quisiera.
         -“No, dámela tú”.
         Como no podía articular palabra porque estaba todavía en su mundo de ensueño, cogió la más grande, la más bonita, le dio un beso y la prendió en el pecho de la hermosa mujer. De pronto salió de su aturdimiento y al ver su osadía por su detalle, se avergonzó, bajó la cabeza y mirando tímidamente a la señora, le pidió perdón. Ella, al ver su gesto lo atrajo hacía sí y lo abrazó poniendo en su cara el beso más hermoso que jamás le habían dado. Esto le dio fuerzas para preguntarle:
         -“Señora. Tú no eres de aquí ¿verdad?”.
         -“No –respondió la mujer-, soy de muy lejos, pero tengo familia aquí en Triana y he venido a ver que tiene esta tierra para que no quieran volver a nuestras raíces. Y ¿sabes una cosa? Que ya lo he comprobado y que me quedo yo también”.
         -“¿Dónde vives?”. Preguntó el niño.
         -“Aquí cerquita tengo mi vivienda”.
         -“Quienes son tu familia?. Porque en el barrio nos conocemos todos y a lo mejor los conozco”.
         -“!Claro que los tendrás que conocer¡. Tengo una niña que vive en la calle Larga ¡es más guapa¡ -no porque sea mi hija-, tiene los ojos más grandes y negros que jamás se hayan visto. Se llama Esperanza”.
         -“¿La Morena?”. Preguntó el chiquillo un poco azorado por lo del apodo.
         La señora le sonrió y cogiéndole la cara entre las manos le dijo:
         -“Si, la Morena. Así le dicen”,
         -“Y..¿tienes más hijos?
         -“No y Sí”
         -“No y sí. ¿Cómo es eso?
         -“Mira hijo, los caprichitos de Dios y de esta bendita tierra: Una se llama Esperanza, otra Maria de La O; otra Patrocinio, hermosa como una flor, Victoria que es un primor. Y ¿mi Estrella? Y ¿mi Salud?; otra Auxiliadora de Amor, Rosario de mis oraciones a la que le llaman Madre; Pastora del Corazón y Rocio de la mañana a las que aman las gentes y a mi Carmen.. a esta hasta le han hecho una casita en el Puente. ¡Estos trianeros…¡. Pero solo es una: MARIA”.
         El niño cada vez abría más los ojos y no podía articular palabra. Estaba prendado de la señora y de la historia que le contaba.
         “Por eso –continuó la señora- me voy a quedar. En Triana está mi vida, con su olor a rio y a mar, con su barro, con su arcilla he aprendido a modelar y hasta he hecho una vajilla para cuando venga a verme cualquiera de mis chiquillas. También huele a piel curtida, allá lejos, en el Zurraque, y su olor me trae recuerdos de mis rebaños de antes. Y huele a hornos de pan y a jabón de las almonas y a flores de los corrales. ¡Ay que olores y que recuerdos a mi me memoria me traen”.
         -“Señora. ¿vengo mañana a traerte una moñita?.
         -¡Claro¡. Desde ahora tu vendrás todas las tardes, y te esperaré sentada en la puerta de mi calle”.
         El niño se fue contento ¡que contento iba madre¡. La señora le había prometido que le compraría los jazmines todos los días.
         Volvió al siguiente día. Esperó. No llegó nadie. Y el niño se quedó triste. Ya no pensaba en irse a las Indias, sólo en la señora; pero ¿ir a buscarla? ¿Dónde?. No sabía dónde vivía. Ni siquiera como se llamaba. No volvería a verla nunca más. Y el niño se quedó triste, muy triste…


EPILOGO
         Han pasado los años, el niño que vendía los jazmines se ha convertido en un hombre, pero no se fue a las Indias, se quedó en Triana, esperando a la señora.
         Un día de calor grande, pasó por Vázquez de Leca y vió como en la puerta de una gran casona se arremolinaba la gente, alguien tropezó con él y de un empujón lo metió hasta dentro del patio. Cuando pudo reaccionar miró a la derecha –como aquella tarde-, pero no vió la Torre del Oro, un alto muro no dejaba pasar la luz del sol. Quiso seguir adelante para salir por la otra puerta, pero se lo impidió una baranda. De pronto encontró un hueco y sin saber como, se vió caminando por el centro del barandal. Miró al frente y… ¡Vive Dios¡.. ¡Allí estaba la Señora¡. Sentada –como le dijo- entre su Nieto y su Hija. ¡Más hermosa que nunca¡.
         El hombre la miró entre lágrimas mientras Ella sonreía.
         -“Cuanto has tardado¡ pero.. ¡por fin has venido¡. Le dijo la Señora”.
         -“Sí –contestó el con lágrimas de alegría- y te prometo Señora que de aquí no me iré ya, estaré siempre a tu vera lo que me reste de vida, mirando tu hermoso rostro ¡Señora del alma mía¡. Siempre aquí, bajo tus plantas y de tu Bendita Hija. Cuidaré tan bien de Ti, que tu Nieto, nunca, nunca, seguro me vá a reñir. Te lo prometo Señora, de aquí no me voy jamás. Te lo prometo Señora, ¡aunque no te pueda hablar¡”
El hombre lloraba y Santa Ana sonreía y en sus manos sostenía UNA MOÑA DE JAZMINES.
         ¡Gracias Paco, por quedarte¡


         Esta historia se la dedico a mi madre, a todos los trianeros, a los abuelos y a todas las personas que por lo menos una vez acuden el día 26 de Julio a la Catedral de Triana para ver a Señá Santana, la abuela de Dios.
         A Paco “el mudo de Triana”, que es el verdadero artífice de ella.
         Y a María José Alías que me dio la fuerza para contarles mi sueño de verano, porque de verdad yo “ANOCHE SOÑÉ CON ELLA”.
         En Sevilla para Triana cualquier día de los "señalaitos" del mes de Julio de cualquier año.
         

martes, 14 de julio de 2015

EL BÚCARO




En la calle Arenal donde yo nací, sólo había una casa habitada en la acera izquierda, lo demás eran negocios, almacén de azulejos, de abonos, unos talleres mecánicos, etc. La acera derecha, parte de los Arcos del Mercado de Entradores donde se encontraban instaladas las oficinas del Ayuntamiento y la Parada de los Autobuses que traían y llevaban a los viajeros de los pueblos del Aljarafe.
         Y en esa única casa habitada era donde yo vivía. Constaba de dos pisos: el principal y el segundo y en su fachada tres balcones a la calle cada uno.
         Cada piso constaba de siete viviendas, y en el principal, un patio cuadrado lleno de macetas grandes de palmeras y arpidristas. Y en el segundo igual número de viviendas con un gran barandal rodeando el patio precioso, de donde colgaban maravillosas macetas que eran una delicia al llegar la primavera con flores de todas clases, colores y olores. Y… la azotea… en la azotea había también una vivienda (ahora la llamarían ático), donde habitaba un matrimonio “mu güena gente”. Saliendo, nos encontrábamos a la derecha con un lavadero con cinco pilas, sus grifos y un fogón de leña para calentar el agua cuando tocaba el día de lavado en invierno.
         La azotea era grandiosa, por la derecha daba a la calle Pastor y Landero, por la izquierda (como no había ningún edificio alto que estorbara la visión), se podía contemplar todo el Paseo de Colón, el rio, la calle Betis, la torre de Santa Ana y hasta el Monumento al Sagrado Corazón de Jesús en San Juan de Aznalfarache. Al frente (como ya he dicho), con las monteras del Mercado de Entradores y las terrazas de los pisos de los empleados del Ayuntamiento. Si te dabas la vuelta, veías la lona rayada del tendido de sombra de la Plaza de los Toros: “La Maestranza”, la Capilla de los Maestrantes y la Giralda… ¡que bonita se veía la Giralda desde mi azotea y que cerquita.. parecía que se podía abrazar¡
         La azotea también estaba llena de macetas de flores: jazmines, claveles reventones que trasminaban con su olor a clavo, rosas, azucenas, pacíficos, hortensias, gladiolos, nardos, geráneos, gitanillas y toda clase de plantas. ¡Que primor esos días de Semana Santa y Feria¡. Se entremezclaban con su perfume el olor de la miel de las típicas torrijas o pestiños. ¡Era el delirio¡.
         Las artífices de este pequeño jardín dentro de un centro urbano eran todas las vecinas, pero la máxima responsable era una persona muy querida por todos nosotros. Se llamaba Teresa, pero le decíamos Teresita; era no muy alta pero muy grande en su forma de ser; ella era la que ponía orden en todo y en particular sobre los niñ@s que nos juntábamos en la casa y a la única que hacíamos caso. ¡cualquiera iba a la azotea solo¡, subía y nos bajaba dándonos un cate en semejante parte del cuerpo, parece que la oigo decir: “Que no se sube a la azotea, que no es para jugar ni correr, que después caen goteras cuando llueve”. Ninguno de nosotros hemos tenido un trauma por el cate que nos daba Teresita.
         Pues bien, un día Teresita habló con los vecinos y dijo que el día 15 de Agosto se casaba con Diego en la Parroquia de la Magdalena; ya había muerto su madre, que trabajó como antes se trabajaba para sacar sus hijas adelante, vendiendo la prensa en su kiosko del Paseo de Colón.
         Mi familia –como todos los vecinos-, se dispusieron a regalarle algo para su ajuar, cada uno dentro de sus posibilidades, tampoco estaban los tiempos para muchos gastos, aunque ella se lo merecía todo. Mi madre le compró un juego de cazos, espumaderas y tijeras (un set de cocina sería ahora).
Mi tia Ana, hermana de mi madre, quiso hacerle un regalo ella sola y como su prometido tenía tienda de cerámica en Triana, le trajo un botijo (un búcaro como decimos nosotros), de los llamados de invierno, ejemplar único trabajado para Teresita. Yo tan pequeña como era, me encantó desde el primer momento que lo ví, era verde jaspeado (ya que era bética), con unas cenefas de colores finamente talladas a mano. Con el asa, la boca y el pitorro de un color entre rosa y grisáceo. ¡Una maravilla¡
         Ya cuando fui mayor seguía fiel a mi cariño hacía el búcaro. Ella lo mimaba y cuidaba con esmero, porque mi tía cuando se casó, tuvo la desgracia de fallecer de un tercer parto, y era como un vínculo entre las dos, ya que Teresita la había visto nacer y la quería muchísimo.
         Ha pasado el tiempo, nosotros nos mudamos de la calle Arenal. Teresita siguió allí fiel hasta el final cuidando sus queridas macetas y recibiendo las visitas de los vecinos que ya no vivíamos en la casa, pero que semanalmente se le hacía. Y se quedó sola, Diego se fue un día a ver la Cara de su Virgen Macarena y le decía que era aún más bonita que la de aquí abajo.
         Un día Teresita se cayó y se dio un golpe en la cabeza, la encontraron muy mal y la ingresaron en un hospital; tuve la suerte de que cuando fui a verla me reconociera; dos días después también se fue a buscar a su compañero para ver su Macarena, como aquellos Jueves Santos en los que vistiendo sus mejores galas e incluso de mantilla, visitaban las Sagradas Imágenes. Ella era del Calvario. Y luego volver ya de noche, después de haber pasado el día grande de Sevilla, paseando por todos su recovecos. ¡Dios los tenga a su lado¡.
         Días más tarde de su óbito, su ahijado me llamó por teléfono, para decirme que fuera ya que tenía una cosas para mí. Fui y me entregó fotografías, estampitas de comunión y algún que otro documento de mi familia. Me regaló un Niño Jesús en su cuna antiquísimo y… ¡el búcaro que un día mi tia Ana le había regalado. Lloré de emoción cuando lo tomé en mis brazos, era como si Teresita se hubiese enterado de que yo estaba “enamorada” de él, además por ser una prenda de mi querida tía Ana.
         Hoy ese búcaro se encuentra en un lugar preferente de mi casa, encima de mi biblioteca, y cada vez que miro un libro lo veo y me acuerdo de ¡tanta cosas que sólo los que están arriba lo saben¡.
         No te pude dar las gracias, pero con estas humildes palabras te digo que nunca te olvidaré- ¡Gracias por ser como eras, con tus defectos pero también con tus virtudes¡. ¡Dios te bendiga, Teresita¡.



         En Sevilla, cualquier día en el Arenal.